Cuando hace cinco años me instalé en Mar –el antiguo barrio del Mar de Polanco, en la margen este de la ría de San Martín– me resultó tan bucólico que llamé mi casa ‘Babia’. Con rótulo y todo, ¿eh?
A diez minutos de la ciudad y a cinco de las playas, en realidad estás en pleno campo. Tanto, que cuando giro la esquina me saludan las vacas que pastan en el prado de al lado, y que parecen haber descubierto que la hierba que crece junto a mi valla es mucho más sabrosa que la de Cudón, apenas doscientos metros más allá. Un oasis, vamos. De hecho, cada vez que mi hijo viene de visita y me da la brasa con lo bien que estaría en el centro –o, al menos, más cerca de Cañadío–, mi única defensa es que a ver dónde iba a encontrar mejor vecindario.
Sin embargo, no todo es lo que parece. Ni en Babia, ni en Mar. Me lo explicó ayer mi vecino Alfredo: nadie sabe de quién es ese rebaño. Desde hace diez años, las vacas aparecen al final de la primavera, y se las llevan en otoño. Así, por la cara; sin renta, y sin pedir permiso siquiera. Incluso, el misterioso vaquero valla el perímetro con un pastor eléctrico, ocupando tres fincas de distintos dueños, entre ellos mi vecino.
Los propietarios, eso sí, se lo toman con resignación, aduciendo que, así, al menos, les limpian el terreno de maleza. Pero a uno, que es muy peliculero, le da por pensar que lo mismo un día se hartan y esas magníficas vacas acaban subastadas en el mercado de ganados de Torrelavega. «¡Ay, amigo!», me aclaró Alfredo, «¿no sabes que ahora llevan microchips?». En fin, eso es el progreso: la tecnología ayudando… a los cuatreros.
Publicado en EL DIARIO MONTAÑÉS el domingo 5 de octubre de 2025
Deja una respuesta